centenarios dominios. Causas complejas fueron determinando el fu* nesto abandono. El robustecimiento del poder real , la aplicación de la pólvora , las exigencias del vivir moderno , los progresos de la artillería. ¿Quién concibe hoy el asalto de una muralla con arietes y flechas, ni la defensa de una barbacana vertiendo desde las almenas, como antaño, entre tiros de ballesta y lanzamiento de balas de piedra, arroyos de plomo derretido o cascadas de pez incandescente, y convir* tiendo las poternas en surtidores de aceite hirviendo o los fosos en volcanes de quemante arena? No; el castillo, aun el que fuera asom* bro de la arquitectura militar de sus días, es inútil en los nuestros y por inútil se le abandonó. Pero inútil es también la armadura, el bar* gueño, el brasero, la panoplia, el espejo metálico, la silla de manos, la arracada, la cbupa del chispero, el clavo artístico, la reja, el llama* dor y con todo ello se pavonean los coleccionistas y medran los anticuarios. ¿Por qué no ha de salvarse, y aún restaurarse inteligentemente, lo que queda de los castillos? Ningún país es tan ingrato con esas reliquias de su historia como España. Todo el pasado de Francia re* vive, para el turista, al pasar ante lo que queda de sus viejas fortalezas y residencias feudales, evocadas por las reconstrucciones de un Viollet* le*Duc y sus imitadores. Desde las centenarias cortinas de un Chinon, que vieron llegar a Santa Juana, hasta el neoclásico Ferney, panteón del corazón de Voltaire, todas las pasiones que agitaron los de los franceses palpitan entre las piedras de sus castillos. Loches, prisión de Estado favorecida por las sentencias de Luís XI; Pierrefonds, alarde imaginativo, cuajado en labra nueva, de lo que fué en el siglo Xin; el Bloís de Luís XII; Chambord, el escenario de Moliere; el Am* boise de la conjuración; el Saint Germain de la bella Gabriela; el Fontaínebleau que Napoleón llamó «la mansión des siécles»; el nido pirenaico de los Borbones en Pau; el Chantilly de los Conde, viñetas son de la historia francesa, permanente crepúsculo de su ayer ya tras* puesto. Portugal mismo, nuestro convecino, ha sentido siempre vene* XXXVI