Enrique Gil y Carrasco “Tal vez la mano se helará cuando quiera coger de nuevo la pluma”. [Villafranca del Bierzo, 1815-Berlín, 1846]. Una biografía apasionante bajo una lluvia de epítetos: romántico leonés, ruiseñor del Bienio, poeta de la sinceridad, “de intensa ternura y melancólico idealismo”, “muchacho de aspecto delicado, rubio, de ojos azules, soñador”. La violeta, una gota de rocío, la muerte joven... convienen a su estampa-delicada; pero Enrique Gil fue un humanista inteligente que en apenas diez años creó una obra avanzada y valiosa, aunque desconocida. Amigo y protegido del incendiario Espronceda, Gil fue un liberal moderado, comprometido con su tiempo; González Bravo le nombra embajador en Prusia, donde conoce al sabio Humboldt y frecuenta los círculos masónicos. Es religioso a la manera de los grandes pensadores, el motor que hace girar su obra no es la fe, sino la certeza de la duda y el misterio. Su dios es la Naturaleza y sus elementos, el paisaje que eleva a categoría metafísica. Toda su obra es actual y contiene cargas de profundidad contemporáneas: su poesía anticipa la de Bécquer e ilumina el Modernismo; sus críticas literarias y crónicas de viaje sientan cátedra; la epopeya templaría El Señor de Bembibre es la mejor novela histórica universal.